27/7/14

Alma mía

Aún recuerdo estar sentada en una banca de Coyoacán.
Solita yo y mi alma. ¿Por qué se dirá así?
No sé, pero así se sentía. Como si estuviéramos las dos ahí sentadas, una junto a la otra. Juntas, pues, pero separadas.

La gente pasaba por enfrente y yo nomás les veía de la cintura para abajo. Me hacia historias viéndoles los zapatos: este viene de correr un maratón, ella no sabía que el galán la iba a traer aquí por nieve y se vino en tacones, al niño ya le quedan chicos los tenis pero se tiene que esperar a que le compren para la escuela.

Mi alma estaba calladita, calladita. "Mi alma", hasta romántico suena cuando le dicen a una así los hombres.
Pero cuando estás solita no se siente ni bonito.

Almita mía, dime algo. No cualquier cosa. Dime por qué se sienten estos vacíos y cómo se llenan. Dime cómo se drena esta tristeza y porqué aunque chille nomás no siento alivio.

Un desfile de perros entre los zapatos. Razas que nunca había visto, el típico poodle que alguna vez fue blanco, el poodle blanquísimo que hasta trae moños. Los zapatos de la chamaca a la que no le importa jugar en el suelo, los gastaditos del señor que camina chueco, los brillantísimos del joven que aún deja a los boleadores hacer su trabajo.

Alma mía, tan callada. Hasta parecía que no había ruido alrededor, que toda la plaza estaba en silencio, quizá esperando su respuesta.

Pero si yo estaba triste, seguro mi alma también. Tan egoísta, tan ensimismada estaba, que no había pensado en ella.

Tal vez mi alma sólo necesitaba un abrazo.

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